En la publicidad
se trata de decir mucho en poco tiempo o pocas palabras. Los mensajes deben ser
claros, contundentes y efectivos. Es frecuente que se apele a la víscera, al
sentimiento del receptor, pues no hay tiempo para largos razonamientos lógicos
a la hora de convencer a aquel que lee,
oye o ve el
anuncio. Se juega con los tópicos, las aspiraciones sociales, los sentimientos
de inclusión en el grupo o de exclusividad y distinción. La publicidad crea
estereotipos y marca con frecuencia lo correcto o deseable socialmente frente a
lo que está mal
(pensemos, por
ejemplo, en la delgadez y la juventud como condiciones indispensables
de la belleza y el bienestar personal). Es habitual, también, que entre
las argumentaciones del mensaje publicitario se recurra a falacias lógicas
(el
anunciante fía la venta de su producto al nombre o la imagen de algún famoso), ad populum (el
argumento de la mayoría que prefiere este o tal producto) o a la interpretación
original de las estadísticas. Se crean neologismos, tecnicismos que impacten y
apelen a la imaginación del receptor, asociaciones caprichosas y referencias a
aspectos y vagajes culturales que se presuponen en el público al que va
dirigido el mensaje
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